martes, 1 de mayo de 2007

HISTORIA DEL 1 DE MAYO. DÍA INTERNACIONAL DE LOS TRABAJADORES.

De UGT de España.

INTRODUCCIÓN

El 1° de mayo de 1886 la huelga por la jornada de ocho horas estalló de costa a costa de los Estados Unidos. Más de cinco mil fábricas fueron paralizadas y 340.000 obreros salieron a calles y plazas a manifestar su exigencia. En Chicago los sucesos tomaron rápidamente un sesgo violento, que culminó en la masacre de la plaza Haymarket (4 de mayo) y en el posterior juicio amañado contra los dirigentes anarquistas y socialistas de esa ciudad, cuatro de los cuales fueron ahorcados un año y medio después.

Cuando los mártires de Chicago subían al cadalso, concluía la fase más dramática de la presión de las masas asalariadas (en Europa y América) por limitar la jornada de trabajo. Fue una lucha que duró décadas y cuya historia ha sido olvidada, ocultada o limpiada de todo contenido social, hasta el punto de transformar en algunos países el 1.° de mayo en mero “festivo” o en un día franco más. Pero sólo teniendo presente lo que ocurrió, adquiere total significación la fecha designada desde entonces como “Día Internacional de los Trabajadores”.

AQUELLOS DIAS INTERMINABLES

A mediados del siglo XIX, tanto en Europa como en Norteamérica, en las emergentes factorías industriales, se exigía a los obreros trabajar doce y hasta catorce horas diarias, durante seis días a la semana, incluso a niños y mujeres, en faenas pesadas y en un ambiente insalubre o tóxico. Los emigrantes europeos, que llegaban entonces a los Estados Unidos en busca de un mundo mejor, cambiaron (a lo más) los resabios feudales que todavía pesaban sobre sus hombros por la voracidad desbocada de un capitalismo joven, que multiplicaba sus ganancias ampliando al máximo la jornada de trabajo. Extraños en un país desconocido, los inmigrantes crearon las primeras organizaciones de obreros agrupándose por nacionalidades, buscando primero el apoyo y la solidaridad de los que hablaban la misma lengua, constituyendo luego gremios por oficios afines (carpinteros, peleteros, costureras), y orientando su acción por las vías del mutualismo.

América era también el campo de experimentación para algunos socialistas utópicos, que crearon en los Estados Unidos colonias comunitarias, como las de Robert Dale Owen (1825), Charles Fourier y Etienne Cabet, constituidas por trabajadores emigrados. Los obreros propiamente norteamericanos se limitaban a buscar consuelo para sus sufrimientos terrenales en las diferentes sectas religiosas existentes en el país. Fueron inmigrantes ingleses pobres los que primero diseminaron inquietudes sociales entre sus hermanos de clase, y los mismos continuaron en territorio americano la lucha ya extendida en Inglaterra por la reducción de la jornada de trabajo.

El desarrollo de la industria manufacturera, el perfeccionamiento de máquinas y herramientas, la concentración de grandes masas obreras en los Estados del Noreste, proporcionaron el terreno donde germinó la propaganda de los emigrados. La primera huelga brotó, 60 años antes de los sucesos de Chicago, entre los carpinteros de Filadelfia, en 1827, y pronto la agitación se extendió a otros núcleos de trabajadores. Los obreros gráficos, los vidrieros y los albañiles empezaron a demandar la reducción de la jornada de trabajo, y 15 sindicatos formaron la “Mechanics Union of Trade Associations” de Filadelfia. El ejemplo fue seguido en una docena de ciudades; por los albañiles de la isla de Manhattan; en la zona de los grandes lagos, por los molineros; también por los mecánicos y los obreros portuarios.

En 1832, los trabajadores de Boston dieron un paso adelante en sus demandas y se lanzaron a la huelga por la jornada de diez horas, agrupados en débiles organizaciones gremiales por oficios. Pese a que el movimiento se extendió a Nueva York y Filadelfia, no tuvo éxito. Afirmó, sin embargo, el espíritu de combate de los asalariados, que siguieron presionando por sus reivindicaciones.

DIEZ HORAS LEGALES

El resultado de estas luchas, que marcan el nacimiento del sindicalismo en Estados Unidos, influyó primero en el Gobierno Federal antes que en los patrones, que expoliaban impunemente a sus trabajadores al amparo del librempresismo. En 1840, el Presidente Martín van Buren reconoció legalmente la jornada de 10 horas para los empleados del Gobierno y también para los obreros que trabajaban en construcciones navales y en los arsenales. En 1842, dos Estados, Massachusetts y Connecticut, adoptaron leyes que prohibían hacer trabajar a los niños más de 10 horas por día. El mismo año, la quincallería Whtite & Co. de Buffalo (Estado de Nueva York) introdujo en sus talleres la jornada de 10 horas.

Pero la agitación obrera continuó. Desde el otro lado del mar llegaban noticias alentadoras. Cediendo a la presión sindical, el Gobierno inglés promulgó una ley (1844) que redujo a 7 horas diarias el trabajo de los niños menores de 13 años, y limitó a 12 horas el de las mujeres. Se esperaba lograr pronto allí la jornada de 10 horas para los adultos, hombres y mujeres. En ese ambiente se reunió el primer Congreso Sindical Nacional de los Estados Unidos, el 12 de octubre de 1845, en Nueva York. Se tomaron medidas concretas para coordinar la lucha de los diferentes gremios y la que se llevaba a cabo en distintas ciudades. Se planteó la creación de una organización secreta permanente para la reivindicación de los derechos del trabajador.

El Congreso Sindical de Nueva York se fijó como tarea de acción inmediata la demanda del reconocimiento legal de la jornada de 10 horas y se convocó a mítines obreros en las principales ciudades para agitar públicamente esta exigencia. A esta etapa siguieron las huelgas, que alcanzaron excepcional amplitud en Pittsburgh, centro metalúrgico, donde 40.000 obreros mantenían una huelga de 6 semanas por la jornada de 10 horas. Pero los patrones no cedieron, y muchos inmigrantes recién llegados se dispusieron a asumir el puesto de los huelguistas. El movimiento fracasó. En otros lugares se lograron avances concretos: New Hampshire decretó la implantación de la jornada de 10 horas y numerosas fábricas hicieron lo mismo en otros Estados.

Pero la agitación cobró nuevos impulsos al divulgarse, en 1848, la noticia de que los obreros de una sociedad colonizadora en Nueva Zelanda habían obtenido la jornada de 8 horas. Sin embargo, no se estructuró un movimiento que respaldara esta aspiración. Las demandas se limitaron a exigir un máximo de 10 horas de trabajo por día.

Fue sólo a comienzos de 1866, una vez terminada la guerra de secesión, que renació la lucha por acortar la jornada de labor.

Otros avances se habían logrado entretanto. El Estado de Ohio adoptó la ley de 10 horas para las mujeres obreras, y los sindicatos de la construcción estaban vivamente impresionados al saber que los albañiles de Australia obtenían en esos días el reconocimiento de la jornada de 8 horas. Por otra parte, la reducción de la jornada de trabajo, que absorbería mayor cantidad de mano de obra, se convertía en una necesidad urgente por el retorno de los soldados desmovilizados y el cierre de las fábricas que trabajaban para la guerra. Además, los inmigrantes seguían afluyendo, por centenares y centenares de miles.

Al Congreso de Estados Unidos ingresaron más de media docena de proyectos de ley que proponían legalizar la jornada de 8 horas, y la Asamblea Nacional de Trabajo, celebrada en Baltimore en agosto de 1866, con representantes de 70 organizaciones sindicales, entre ellas 12 uniones nacionales, proclamó:

“La primera y gran necesidad del presente, para liberar al trabajador de este país de la esclavitud capitalista, es la promulgación de una ley por la cual la jornada de trabajo deba componerse de ocho horas en todos los Estados de la Unión Americana. Estamos decididos a todo hasta obtener este resultado”.

El mismo congreso sindical acordó crear comités para “recomendar” la reivindicación de las 8 horas, cometiendo el error de confiar únicamente en la buena voluntad de los poderes públicos para hacer ley su iniciativa.

Mientras, en Europa, la I Internacional (creada en 1864) había acordado en su Congreso de Ginebra, en 1866, agitar mundialmente la demanda de la jornada de trabajo de 8 horas. Los asalariados norteamericanos, en el Congreso Obrero de los Estados del Este, celebrado en Chicago en 1867, dedicaron gran parte de sus debates a las 8 horas. El hombre que impulsó las resoluciones sobre el tema fue Ira Steward, un mecánico autodidacta de Chicago, a quien daban el sobrenombre de “El maniático de las ocho horas”.

Steward sostenía que al acortarse la jornada de trabajo aumentaría la necesidad de mano de obra y que, por lo tanto, de allí surgiría el aumento de los salarios. Escéptico de la eficacia de la acción puramente sindical, Steward, en ausencia de un partido político autónomo de la clase obrera, proponía un método usado tradicionalmente por el movimiento sindical norteamericano: ejercer presión sobre los partidos del “stablishment” y no dar sus votos más que a los candidatos que aceptaran impulsar todo o parte del programa sindical.

LEY FEDERAL DE LAS OCHO HORAS

Finalmente, los esfuerzos de la clase obrera norteamericana lograron modificar la actitud del Gobierno, ya que no la de los empresarios privados. Siendo Presidente de los Estados Unidos Andrew Johnson, en 1868 se dictó la Ley Ingersoll, que establecía la jornada de 8 horas para los empleados de las oficinas federales y para quienes trabajaban en obras públicas.

La jornada de 8 horas pasaba así a ser obligación “legal” en los Estados Unidos para las obras públicas, así como lo era ya para los trabajos privados en Australia. Los obreros industriales, entre tanto, seguían sometidos a una jornada de 11 y 12 horas diarias a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos.

LA GRAN HUELGA FERROVIARIA

En 1874, el Estado de Massachusetts decretaba la jornada máxima de 10 horas para mujeres y niños, mientras la agitación prendía ahora entre los ferroviarios, que no tardaron en lanzar una huelga de grandes proporciones.

En junio de 1877, los dueños de los ferrocarriles comunicaron a los trabajadores que sus salarios serían reducidos en un 10%, porque las empresas “estaban perdiendo dinero” con motivo de la crisis. Esta fue la gota que colmó el vaso. Desde 1873, el salario de los trabajadores había disminuido ya en un 25% para salvar las ganancias de los propietarios. La huelga estalló en Pittsburgh y en menos de 2 semanas se había extendido a 17 Estados. Era el movimiento más vasto que hasta entonces enfrentara el gran capital norteamericano.

Los magnates ferroviarios consiguieron que el Gobierno movilizara al Ejército contra los huelguistas, que habían incorporado entre tanto la demanda de una jornada laboral de 8 horas, y no tardaron en producirse enfrentamientos violentos entre obreros y soldados. En Maryland quedaron 10 obreros muertos después de un choque frontal con las tropas. En Pittsburgh, los trabajadores corrieron a pedradas a los militares, para luego asaltar la maestranza del ferrocarril local, donde destruyeron 120 locomotoras e incendiaron 1.600 vagones. En Reading, los obreros desarmaron a una compañía de soldados y confraternizaban con ellos cuando fueron atacados por tropas de refuerzo, que aparecieron imprevistamente. Entonces, algunos militares fueron muertos y hubo numerosas víctimas entre los obreros. En Saint Louis la huelga abarc& oacute; a todos los oficios y los trabajadores se apoderaron de la ciudad. Fue cortado el tránsito por los puentes que cruzan el Mississippi, y durante 8 días los sindicatos administraron tiendas y fábricas y dictaron sus propias leyes. Finalmente, fueron sangrientamente reprimidos.

La lucha de clases se hizo tan violenta que la burguesía organizó grupos civiles armados para proteger sus riquezas. La prensa “de orden” exaltaba diariamente a pertrecharse y a extender las bandas armadas antiobreras. Se formaron así verdaderas milicias privadas, cuando no grupos de matones y hasta empresas de rompehuelgas, con sucursales en los centros industriales más importantes, al servicio de los propietarios. La más famosa de estas organizaciones, que alcanzaría triste renombre en los sucesos de Chicago, fue la de los hermanos Pinkerton, que había reclutado algunos cientos de scabs (“amarillos”), que enviaban a quebrar huelgas allí donde la presión obrera se hacía sentir en demanda de la jornada de 8 horas. Los Pinkerton, además, proporcionaban bandas armadas, espías, provocadores y hasta asesinos a sueldo. Algunas autoridades hacían caso omiso de la existencia de estas organizaciones criminales e incluso borraban los antecedentes penales de sus integrantes, a condición de que mostraran ferocidad en su cometido, disolviendo mítines obreros, delatando a los dirigentes o agrediéndolos.

1º DE MAYO DE 1886

Por fin, la fecha tan esperada llegó. La orden del día, uniforme para todo el movimiento sindical era precisa: ¡A partir de hoy, ningún obrero debe trabajar más de 8 horas por día! ¡8 horas de trabajo! ¡8 horas de reposo! ¡8 horas de recreación!. Simultáneamente se declararon 5.000 huelgas y 340.000 huelguistas dejaron las fábricas, para ganar las calles y allí vocear su demandas.

En Nueva York, los obreros fabricantes de pianos, los ebanistas, los barnizadores y los obreros de la construcción conquistaron las 8 horas sobre la base del mismo salario. Los panaderos y cerveceros obtuvieron la jornada de 10 horas con aumento de salario. En Pittsburgh, el éxito fue casi completo. En Baltimore, tres federaciones ganaron las 8 horas: los ebanistas, los peleteros y los obreros en pianos-órganos. En Chicago, 8 horas sin disminuir sus salarios: embaladores, carpinteros, cortadores, obreros de la construcción, tipógrafos, mecánicos, herreros y empleados de farmacia; 10 horas con aumento de salario: carniceros, panaderos, cerveceros. En Newark, los sombrereros, cigarreros, obreros en máquinas de coser Singer, obtuvieron las anheladas 8 horas. En Boston, los obreros de la construcción. En L ouisville, los obreros del tabaco. En Saint Louis, los mueblistas, y en Washington, los pintores... En total, 125.000 obreros conquistaron la jornada de 8 horas el mismo 1° de mayo. A fin de mes serían 200.000, y antes que terminara el año, un millón. No era la victoria absoluta; pero se había obtenido un resultado importante, por sobre, incluso, de algunas fallas en el movimiento obrero. “Jamás en este país ha habido un levantamiento tan general de las masas industriales” (expresaba un informe de la AFL) “El deseo de una disminución de la jornada de trabajo ha impulsado a millares de trabajadores a afiliarse a las organizaciones existentes, cuando muchos, hasta ahora, habían permanecido indiferentes a la acción sindical”.

En Chicago, los sucesos tomaron un giro particularmente conflictivo. Los trabajadores de esa ciudad vivían en peores condiciones que los de otros Estados. Muchos debían trabajar todavía 13 y 14 horas diarias; partían al trabajo a las 4 de la mañana y regresaban a las 7 u 8 de la noche, o incluso más tarde, de manera que “jamás veían a sus mujeres y sus hijos a la luz del día”. Unos se acostaban en corredores y desvanes; otros, en inmundas construcciones semiderruidas, donde se hacinaban numerosas familias. Muchos no tenían ni siquiera alojamiento. Por otra parte, la generalidad de los empleadores tenía una mentalidad de caníbales. Sus periódicos escribían que el trabajador debía dejar al lado su “orgullo” y aceptar ser tratado como “máquina humana”. El “Chicago Tribune” osó decir. “El plomo es la mejor alimentación para los huelguistas... La prisión y los trabajos forzados son la única solución posible a la cuestión social. Es de esperar que su uso se extienda”.

No era extraño que en ese cuadro Chicago fuese el centro más activo de la agitación revolucionaria en los Estados Unidos y cuartel general del movimiento anarquista en América: Dos organizaciones dirigían la huelga por las 8 horas en Chicago y todo el Estado de Illinois: la Asociación de Trabajadores y Artesanos y la Unión Obrera Central, pero eran sus exaltados periódicos obreros los polos en torno a los cuales giraba la acción reivindicativa.

Uno de estos periódicos era escrito en alemán, el “Arbeiter Zeitung”, que aparecía tres veces a la semana, dirigido por August Spies, de orientación anarquista, y otro, “The Alarm”, en inglés, dirigido por el socialista Albert Parsons. Junto a ellos, un brillante grupo de agitadores, periodistas y oradores de verbo encendido insuflaba el ímpetu peculiar que caracterizaba la lucha obrera en ese Estado. La mayoría de ellos pasaría a la Historia como los “Mártires de Chicago”: Fielden, Schwab, Fischer, Engel, Lingg, Neebe.

DESENLACE SANGRIENTO

Pese a los éxitos parciales de algunos sindicatos, la huelga en Chicago continuaba. Una sola usina seguía echando su humo negro sobre la región: la fábrica de maquinaria agrícola McCormik, al Norte de Chicago. El fundador de la usina, Cyrus McCormik, había muerto poco antes y dejado en el testamento una suma considerable de dinero para levantar una iglesia. Pero su heredero resolvió construir el templo sacando los fondos de un descuento obligatorio a sus obreros, que lo rechazaron. El 16 de febrero de 1886 estalló la huelga. Entonces, McCormik hijo contrató cientos de rompehuelgas a través de los hermanos Pinkerton y desalojaron en medio día la fábrica, que estaba ocupada por los trabajadores.

Cuando estalló la huelga general del 1° de mayo, McCormik seguía funcionando con el trabajo de los rompehuelgas, y no tardaron en producirse choques entre los restantes trabajadores de la ciudad y los “amarillos”. El ambiente ya estaba caldeado, porque la policía había disuelto violentamente un mitin de 50.000 huelguistas en el centro de Chicago, el 2 de mayo. El día 3 se hizo una nueva manifestación, esta vez frente a la fábrica McCormik, organizada por la Unión de los Trabajadores de la Madera. Estaba en la tribuna el anarquista August Spies, cuando sonó la campana anunciando la salida de un turno de rompehuelgas. Sentirla y lanzarse los manifestantes sobre los “scabs” (amarillos) fue todo uno. Injurias y pedradas volaban hacia los traidores, cuando una compa&ntil de;ía de policías cayó sobre la muchedumbre desarmada y, sin aviso alguno, procedió a disparar a quemarropa sobre ella. 6 muertos y varias decenas de heridos fue el saldo de la acción policial.

Enardecido por la matanza, Fischer voló a la Redacción del “Arbeiter Zeitung”, donde escribió una vibrante proclama, con la cual se imprimieron 25.000 octavillas y que sería luego pieza principal de la acusación en el proceso que terminó con su ahorcamiento. Decía:

“Trabajadores: la guerra de clases ha comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormik, se fusiló a los obreros. ¡Su sangre pide venganza!

¿Quién podrá dudar ya que los chacales que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora? Pero los trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al terror blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la muerte que la miseria.

Si se fusila a los trabajadores, respondamos de tal manera que los amos lo recuerden por mucho tiempo.

Es la necesidad lo que nos hace gritar: “¡A las armas!”.

Ayer, las mujeres y los hijos de los pobres lloraban a sus maridos y a sus padres fusilados, en tanto que en los palacios de los ricos se llenaban vasos de vino costosos y se bebía a la salud de los bandidos del orden...

¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís!

¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!”.

La proclama terminaba convocando a una gran concentración de protesta para el 4 de mayo, a las cuatro de la tarde, en la plaza Haymarket, y concluía con las palabras: “¡Trabajadores, concurrid armados y manifestaos con toda vuestra fuerza!”. Esta frase (y aquella que decía “¡A las armas!”) fueron tachadas por Spies, director de la imprenta, y él mismo vigiló especialmente que no la incluyeran los tipógrafos. Sin embargo, cuando posteriormente la Policía se incautó de los originales, convirtió esa frase no publicada en el núcleo central de la acusación.

En Haymarket se reunieron unas 15.000 personas. La mayoría de los que posteriormente serían los mártires de Chicago se hallaba a esa hora en la Redacción del “Arbeiter Zeitung”. Parsons estaba con su mujer y dos hijos; lo acompañaba una obrera con la que iban a discutir la organización de las costureras. Fielden y Schwab también estaban allí. Schwab abandonó la reunión para asistir a un mitin en Deering. Cuando discutían sobre la incorporación de las costureras a la lucha por las 8 horas, mujeres particularmente explotadas que entonces trabajaban sobre 15 horas diarias, un obrero se presentó diciendo que en la concentración faltaban oradores en inglés. Todos dejaron el local del periódico y fueron allí, donde Spies ocupaba la tr ibuna. Le sucedió Parsons, que habló por espacio de una hora. Luego, Fielden. Los discursos eran moderados y la muchedumbre se comportaba con tranquilidad, pese a la gravedad de la masacre del día anterior frente a McCormik.

El alcalde de Chicago, Carter H. Harrison, que presenciaba el mitin para pulsar el ambiente, se fue a casa al concluir de hablar Parsons, dándole órdenes al capitán de Policía Bonfield, a cargo de la tropa, de que la retirara. Empezaba a llover, como culminación de un día helado y húmedo. Fielden estaba aún en la tribuna y la gente comenzaba a dispersarse. Algunos obreros se dirigieron incluso al Zept Hall, cervecería que quedaba en las proximidades, para seguir a través de sus ventanas la manifestación. En la plaza, la muchedumbre ya estaba reducida a unos pocos miles cuando 180 policías avanzaron de pronto sobre los manifestantes con los capitanes Bonfield y Ward al frente, quienes ordenaron terminar el mitin de inmediato y a sus hombres tomar posiciones de disparar. Ya se alzaban los fusiles cuando, desde el montón informe de los manifestantes, se vio salir un objeto humeante del tamaño de una naranja, que cayó entre dos filas de los policías, levantando un poderoso estruendo y arrojando por tierra a todos los que se encontraban cerca. Sesenta policías quedaron heridos de inmediato y uno muerto, en medio de tremenda confusión. Fue la señal para que se desatara un pánico loco y una carnicería más terrible que la de la víspera. Rehechos en sus filas y apoyados por refuerzos, los policías cargaron salvajemente sobre la multitud, disparando y golpeando a diestra y siniestra. El balance dejó un total de 38 obreros muertos y 115 heridos. Otros 6 policías alcanzados por la bomba murieron en el hospital.

Esa misma noche, Chicago fue puesto en estado de sitio, se estableció el toque de queda y la tropa ocupó militarmente los barrios obreros. Al día siguiente, la nación estaba conmocionada por los sucesos y la gran prensa no reparó en nada para calumniar a radicales, anarquistas, socialistas y trabajadores extranjeros, sobre todo a los alemanes. El 5 de mayo, “The New York Times” daba por hecho que los anarquistas eran los culpables del lanzamiento de la bomba. La policía, al mando del capitán Michael Schaack, realizó una batida contra 50 supuestos “nidos” de anarquistas y socialistas y detuvo e interrogó de manera brutal a unas 300 personas.

El jefe de Policía Ebersold, hablando tres años más tarde sobre aquellos hechos, decía: “Schaack quería mantener la tensión. Deseaba encontrar bombas por todos lados... Y hay algo que no sabe el público. Una vez desarticuladas las células anarquistas, Schaack quiso que se organizasen de inmediato nuevos grupos... No quería que la "conspiración" pasase; deseaba seguir siendo importante a los ojos del público”.

La policía estaba más interesada en conseguir pruebas en contra de los detenidos que en localizar al que había arrojado la bomba. Se ofreció dinero y trabajo a cuantos se ofrecieron a testificar a favor del Estado.

Los locales sindicales, los diarios obreros y los domicilios de los dirigentes fueron allanados, salvajemente golpeados ellos y sus familiares, destruidos sus bibliotecas y enseres, escarnecidos y, finalmente, acusados en falso de ser ellos quienes habían confeccionado, transportado hasta la plaza de Haymarket y arrojado la bomba que desencadenó la feroz matanza. Ninguno de los cargos pudo ser probado, pero todo el poder del gran capital, su prensa y su justicia, se volcaron para aplicar una sanción ejemplar a quienes dirigían la agitación por la jornada de 8 horas. Spies, Parsons, Fielden, Fischer, Engel, Schwab, Lingg y Neebe pagaron con sus vidas, o la cárcel, el crimen de tratar de poner un límite horario a la explotación del trabajo humano.

El 11 de noviembre de 1887, un año y medio después de la gran huelga por las 8 horas, fueron ahorcados en la cárcel de Chicago los dirigentes anarquistas y socialistas August Spies, Albert Parsons, Adolf Fischer y George Engel. Otro de ellos, Louis Lingg, se había suicidado el día anterior. La pena de Samuel Fielden y Michael Schwab fue conmutada por la de cadena perpetua, es decir, debían morir en la cárcel, y Oscar W. Neebe estaba condenado a quince años de trabajos forzados. El proceso había estremecido a Norteamérica y la injusta condena (sin probárseles ningún cargo) conmovió al mundo. Cuando Spies, Parsons, Fischer y Engel fueron colgados, la indignación no pudo contenerse, y hubo manifestaciones en contra del capitalismo y de sus jueces en las principale s ciudades del mundo. De allí empezó a celebrarse cada 1° de mayo el “Día Internacional de los Trabajadores”, conmemorando exactamente el inicio de la huelga por las 8 horas y no su aberrante epílogo. Pero fue el sacrificio de los héroes de Chicago el que grabó a fuego en la conciencia obrera aquella fecha inolvidable.

LOS HECHOS

Luego del enfrentamiento de huelguistas y esquiroles frente a la fábrica McCormik, la tarde del 3 de mayo de 1886 se reunió en Chicago el grupo socialista de trabajadores alemanes “Lehr und Wehr Verein” (Asociación de Estudio y Lucha). Con asistencia de Engel y Fischer, se acordó convocar un mitin de protesta en la plaza Haymarket, para el día siguiente por la tarde (4 de mayo). Fischer se entrevistó con Spies el día 4 por la mañana, comprometiéndolo a hablar en aquel mitin.

Parsons no estaba en la ciudad. Se hallaba en Cincinnati. Llegó el día 4 en la mañana a Chicago y, sin saber de la concentración, queriendo ayudar a su esposa en la organización de las costureras, convocó a una reunión en las oficinas del diario “Arbeiter Zeitung”. Al mismo lugar llegaron Fielden y Schwab, donde Parsons se presentó con su esposa mexicana, Lucy González, dos de sus hijos y miss Holmes, del gremio de las costureras.

Schwab partió a un mitin en Deering, donde estuvo hasta las diez y media de la noche. En ese momento vinieron a buscar a Parsons, porque en la plaza de Haymarket faltaban oradores en inglés, y fue éste con toda su familia. Hablaron allí Spies, Parsons y Fielden, que debía cerrar la manifestación.

Mientras continuaba hablando Fielden, Parsons fue al cercano local Zept Hall para protegerse de la lluvia, que empezaba a caer. Allí se encontraba ya Fischer. En la tribuna seguían Fielden, que era el orador, y Spies, cuando de pronto (según el testimonio del apóstol cubano José Martí, entonces corresponsal de prensa en los Estados Unidos) “se vio descender sobre sus cabezas, caracoleando por el aire, un hilo rojo. Tiembla la tierra, húndese el proyectil cuatro pies en su seno; caen rugiendo, uno sobre otros, los soldados de las dos primeras líneas; los gritos de un moribundo desgarran el aire”.

Esa bomba lanzada por mano anónima fue seguida del fusilamiento de la multitud por la policía, dejando a 38 obreros muertos y 115 heridos y puso en difícil situación a los dirigentes. Se hallaron (en palabras de Martí) “acusados de haber compuesto y ayudado a lanzar, cuando no lanzado, la bomba del tamaño de una naranja que tendió por tierra las filas delanteras de los policías, dejó a uno muerto, causó después la muerte de seis más y abrió en otros 50 heridas graves...”.

En la redada policial que siguió a la masacre (más de 300 detenidos en un día), bajo estado de sitio, toque de queda y ocupación militar de los barrios obreros, fueron aprehendidos Spies, Schwab y Fischer, en las oficinas del “Arbeiter Zeitung”, esa misma noche. A Fielden, herido, lo sacaron de su casa. A Engel y Neebe, de sus casas también. Lingg fue apresado en su buhardilla, luego de enfrentarse a bofetadas con los policías que lo iban a detener. Le hallaron bombas. Parsons logró escapar, pero se presentó voluntariamente al Tribunal, al iniciarse el proceso, para compartir la suerte de sus compañeros.

EL PROCESO

El 17 de mayo de 1886 se reunió el Tribunal Especial, ante el cual comparecieron: August Spies, 31 años, periodista y director del “Arbeiter Zeitung”; Michael Schwab, 33 años, tipógrafo y encuadernador; Oscar W. Neebe, 36 años, vendedor, anarquista; Adolf Fischer, 30 años, periodista; Louis Lingg, 22 años, carpintero; George Engel, 50 años, tipógrafo y periodista; Samuel Fielden, 39 años, pastor metodista y obrero textil; Albert Parsons, 38 años, veterano de la guerra de secesión, ex candidato a la Presidencia de los Estados Unidos por los grupos socialistas, periodista; Rodolfo Schnaubelt, cuñado de Schwab, y los traidores William Selinger, Waller y Scharader, ex integrantes del movimiento obrero que testificaron en falso contra quienes llamaban “ca maradas” y cuyo perjurio fue posteriormente comprobado, cuando ya sus declaraciones habían sido acogidas por el Tribunal y ahorcados cuatro de los acusados.

El 21 de junio de 1886 se procedió al examen de jurados entre 981 candidatos, ante el juez Joseph E. Gary, que debía seleccionar a 12 de ellos. 5 ó 6 obreros, que se presentaron como posibles jurados, fueron recusados por el ministerio público. Se admitió sólo a los individuos que daban garantías de sustentar prejuicios antisocialistas o antianarquistas, predispuestos con anticipación contra los detenidos, a quienes se acusó formalmente de “conspiración de homicidio”, por la muerte del policía Mathias Degan, alcanzado por la bomba, y por otros 69 cargos. 5 de los acusados habían nacido en Alemania y uno en Inglaterra, lo que estimulaba las acusaciones contra la “inspiración foránea” de la agitación obrera.

En realidad; siguiendo el testimonio de Martí, se los procesaba “por explicar en la prensa y en la tribuna las doctrinas cuya propaganda les permitía la ley. En Nueva York, entre tanto, los culpables en un caso de incitación directa a la rebeldía habían sido castigados ¡con doce meses de cárcel y 250 dólares de multa!”.

Nada se decía en la acusación de la huelga nacional por la jornada de 8 horas, y menos de las condiciones de vida que sufrían los obreros en los Estados Unidos. Los acusadores estaban obsesionados por “la conspiración de la dinamita”, y aseguraban que Schnaubelt (cuñado de Schwab) había arrojado la bomba en Haymarket, que Spies y Fischer le habían ayudado en esa tarea, que Lingg la habría fabricado y transportado hasta la plaza...

Después de 22 días de examen de candidatos, el Gran Jurado estuvo dispuesto para la vista de la causa. Entre tanto, el alguacil especial Henry Rice se jactaba ante sus amigos, como se supo posteriormente, de que él mismo se había encargado de prepararlo todo para que formasen parte del Jurado sólo hombres declaradamente adversos a los acusados y éstos no escaparan así de la horca.

El 15 de julio de 1886, el fiscal Grinnell, como representante del Estado de Illinois, empezó la acusación por los delitos de conspiración y asesinato de policías, prometiendo probar en el juicio quién había arrojado la bomba en la plaza Haymarket. Fundaba la acusación en que los procesados pertenecían a una “asociación secreta” que se proponía hacer la revolución social y destruir el orden establecido, empleando la dinamita para ello.

El 1º de mayo (según Grinnell) era el día señalado para iniciar la subversión, “pero causas imprevistas lo impidieron”. Así quedó aplazada, decía, para el 4 de mayo en la plaza de Haymarket. El plan revolucionario, dijo el fiscal, había sido preparado por August Spies, pero no sólo eso, también éste había encendido la mecha de la bomba, antes de que la lanzara Schnaubelt sobre los policías. Seguía el fiscal: “La vasta conspiración es obra de la Internacional. Los miembros de dicha asociación se dedican, unos a la propaganda, otros a la fabricación de bombas y otros a entrenar en el manejo de las armas a sus afiliados”.

Demostró Grinnell que todos los acusados eran anarquistas o socialistas, lo que ellos reconocieron de buen grado, pero no pudo probar su participación directa en el delito que les imputaba.

Los testigos utilizados por la acusación eran el capitán de Policía Bonfield, que ordenó disparar contra la multitud en Haymarket, y los ex anarquistas Waller, Schrader y Selinger, que declararon contra sus antiguos camaradas, pagados o coaccionados por la policía: Waller aseguraba que sí existió conspiración, pero se confundió ante las miradas de los que lo habían considerado un compañero, y entonces el fiscal interrogó a Schrader. Pero éste, “más cobarde que vil”, titubeó tanto, su declaración se hizo tan contradictoria y torpe, que el procurador del Estado gritó a la defensa: “Llevaos este testigo: no es nuestro, es vuestro”.

El testigo Gillmer dijo que vio a Schnaubelt (cuñado de Schwab) arrojar la bomba ayudado por Fischer y Spies, pero se probó que Fischer estaba en ese momento fuera de la plaza, en el Zept Hall, y Spies en la tribuna de oradores, y que Schnaubelt estaba en un sitio de la plaza distinto al lugar desde donde fue arrojada la bomba.

Para probar la existencia de una “conspiración”, el fiscal recurrió a la prensa anarquista, presentando fragmentos de artículos y reproducción de discursos de los procesados, muy anteriores a los sucesos materia de juicio. Las citas eran amañadas y absolutamente fuera de contexto, pero se leyeron de manera melodramática ante los jurados, y se exaltaron las pasiones de los mismos exhibiéndoles bombas reales, armas, dinamita y hasta uniformes ensangrentados de los policías heridos en Haymarket. Pero no se demostró judicialmente ninguna relación concreta entre la bomba arrojada allí y los procesados.

José Martí dijo expresamente en su crónica de los sucesos: “No se pudo probar que los ocho acusados del asesinato del policía Degan hubieran preparado ni encubierto siquiera una conspiración que rematase con su muerte. Los testigos fueron los policías mismos, y cuatro anarquistas comprados, uno de ellos confeso de perjurio. Lingg mismo, cuyas bombas eran semejantes, como se vio por el casquete, a la de Haymarket, estaba, según el proceso, lejos de la catástrofe. Parsons, contento de su discurso (ya pronunciado), contemplaba la multitud desde un lugar vecino. El perjuro fue quien dijo, y desdijo luego, que vio a Spies encender el fósforo con que se prendió la mecha de la bomba, que Ling "cargó con otro hasta un rincón cercano a la plaza en un baúl de cuero&q uot;, que la tarde de los seis muertos en McCormik acordaron los anarquistas, a petición de Engel, armarse para resistir nuevos ataques. Que Spies estuvo un instante en el lugar en que se tomó el acuerdo. Que en su despacho había bombas, y en una u otra casa, "Manuales de guerra revolucionaria". Lo que sí se probó con plena prueba fue que, según todos los testigos adversos, el que arrojó la bomba era un desconocido”.

La defensa acusó al capitán Bonfield, a cargo de la Policía en Haymarket, de estar pagado por la “Citizens Association”, una “organización burguesa de conspiradores capitalistas”, que venía buscando el momento para descabezar el movimiento obrero en Chicago. Spies llegó a decir: “Somos acusados de conspiración por los verdaderos conspiradores y sus instrumentos... Si no se hubiera arrojado esa bomba, igual habría hoy centenares de viudas y de huérfanos... Bonfield, el hombre que haría avergonzar a los héroes de la noche de San Bartolomé, el ilustre Bonfield que habría prestado innegables servicios a Doré como modelo para los demonios de Dante, Bonfield era el hombre capaz de llevar a la práctica la conspiración de la & quot;Citizens Association" de nuestros patricios”.

HABLAN LOS SENTENCIADOS

El 20 de agosto de 1886, ante el Tribunal en pleno, fue leído el veredicto del Jurado: condenados a muerte Spies, Schwab, Lingg, Engel, Fielden, Parsons, Fischer y a 15 años de trabajos forzados, Oscar W. Neebe.

Se les concedió el uso de la palabra a los sentenciados. Sus discursos se conservan y algunos fragmentos de ellos se reproducen aquí, en el orden en que fueron pronunciados. Hiela la sangre leerlos. Se trata de hombres que sabían de antemano que serían condenados a la pena capital y por un crimen que no habían cometido. Sus palabras, inspiradas y proféticas, tienen un patetismo que los años pasados desde entonces no logran borrar.

DISCURSO DE AUGUST SPIES
(Director del “Arbeiter Zeitung”, 31 años. Nacido en Alemania Central)

“Al dirigirme a este Tribunal lo hago como representante de una clase social enfrente de los de otra clase enemiga, y empezaré con las mismas palabras que un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos en ocasión semejante: "Mi defensa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia".

Se me acusa de complicidad en un asesinato y se me condena, a pesar de que el ministerio público no ha presentado prueba alguna de que yo conozca al que arrojó la bomba, ni siquiera de que en tal asunto haya tenido yo la menor intervención. Sólo el testimonio del procurador del Estado y el de Bonfield, y las contradictorias declaraciones de Thompson y de Gillmer, testigos pagados por la Policía, pueden hacerme aparecer como criminal.

Y si no existe un hecho que pruebe mi participación o mi responsabilidad en el asunto de la bomba, el veredicto y su ejecución no son más que un crimen maquiavélicamente concebido y fríamente ejecutado, como tantos otros que registra la historia de las persecuciones políticas y religiosas.

Se han cometido muchos crímenes jurídicos aun obrando de buena fe los representantes del Estado, creyendo realmente delincuentes a los sentenciados. En esta ocasión, ni esa excusa existe. Por sí mismos, los representantes del Estado han fabricado la mayor parte de los testimonios, y han elegido un Jurado viciado en su origen. Ante este Tribunal, ante el público, yo acuso al procurador del Estado, y a Bonfield, de conspiración infame para asesinarnos.

La tarde del mitin de Haymarket encontré a un tal Legner. Este joven me acompañó, no dejándome hasta el momento en que bajé de la tribuna, unos cuantos segundos antes de estallar la bomba. El sabe que no vi a Schwab aquella tarde. Sabe también que no tuve la conversación que me atribuye Thompson. Sabe que no bajé de la tribuna para encender la bomba. ¿Por qué los honorables representantes del Estado rechazan a este testigo que nada tiene de socialista? Sencillamente porque probaría el perjurio de Thompson y la falsedad de Gillmer. Y el nombre de Legner estaba en la lista de los testigos presentados por el ministerio público. No fue, sin embargo, citado a declarar, y la razón es obvia. Se le ofrecieron 500 dólares para que abandonara la ciudad, y rechazó indignado el ofrecimiento. Cuando yo preguntaba por Legner, nadie sabía de él ¡el honorable, el honorabilísimo fiscal Grinnell, me contestaba que él mismo lo había buscado sin conseguir encontrarlo! Tres semanas después supe que aquel joven había sido llevado detenido por dos policías a Buffalo, Estado de Nueva York. ¡Juzgad quiénes son los asesinos!

Si yo hubiera arrojado la bomba o hubiera sido el causante de que se la arrojara, o hubiera siquiera sabido algo de ello, no vacilaría en afirmarlo aquí... Mas, decís, "habéis publicado artículos sobre la fabricación de dinamita". Y bien, todos los periódicos los han publicado, entre ellos los titulados "Tribune" y "Times", de donde yo los trasladé, en algunas ocasiones, al "Arbeiter Zeitung" ¿Por qué no traéis al estrado a los editores de aquellos periódicos?

Me acusáis también de no ser ciudadano de este país. Resido aquí hace tanto tiempo como Grinnell, y soy tan buen ciudadano como él cuando menos, aunque no quisiera ser comparado con tal personaje. Grinnell ha apelado innecesariamente al patriotismo del Jurado y yo voy a contestarle con las palabras de un literato inglés: ¡El patriotismo es el último refugio de los infames!

¿Qué hemos dicho en nuestros discursos y en nuestros escritos?

Hemos explicado al pueblo sus condiciones y las relaciones sociales; le hemos hecho ver los fenómenos sociales y las circunstancias y leyes bajo las cuales se desenvuelven; por medio de la investigación científica hemos probado hasta la saciedad que el sistema del salario es la causa de todas las iniquidades, iniquidades tan monstruosas que claman al cielo. Nosotros hemos dicho, además, que el sistema del salario, como forma específica del desenvolvimiento social, habría de dejar paso, por necesidad lógica, a formas más elevadas de civilización; que dicho sistema preparaba el camino y favorecía la fundación de un sistema cooperativo universal, que tal es el socialismo. Que tal o cual teoría, tal o cual diseño de mejoramiento futuro, no eran materia de elección, sino de necesidad histórica, y que para nosotros la tendencia del progreso era la de una sociedad de soberanos en la que la libertad y la igualdad económica de todos produciría un equilibrio estable como base y condición del orden natural.

Grinnell ha dicho repetidas veces que es el anarquismo lo que se trata de sojuzgar. Pues bien, la teoría anarquista pertenece a la filosofía especulativa. Nada se habló de la anarquía en el mitin de Haymarket. En ese mitin sólo se trató de la reducción de horas de trabajo. Pero insistid: "Es el anarquismo al que se juzga". Si así es, por vuestro honor que me agrada: yo me sentencio, porque soy anarquista. Yo creo como Burke, como Paine, como Jefferson, como Emerson y Spencer y muchos otros grandes pensadores del siglo, que el estado de castas y de clases, el estado donde una clase vive a expensas del trabajo de otra clase -a lo cual llamáis orden- yo creo, digo, que esta bárbara forma de organización social, con sus robos y asesinatos legales, está próxima a desaparecer y dejará pronto paso a una sociedad libre, a la asociación voluntaria o a la hermandad universal, si lo preferís. ¡Podéis, pues, sentenciarme, honorable Jurado, pero que al menos se sepa que aquí, en Illinois, ocho hombres fueron condenados por creer en un bienestar futuro, por no perder la fe en el triunfo final de la Libertad y de la Justicia!

Grinnell ha repetido varias veces que éste es un país adelantado. ¡El veredicto corrobora tal aserto!

Este veredicto lanzado contra nosotros es el anatema de las clases ricas sobre sus expoliadas víctimas, el inmenso ejército de los asalariados. Pero si creéis que ahorcándonos podéis contener el movimiento obrero, ese movimiento constante en que se agitan millones de hombres que viven en la miseria, los esclavos del salario; si esperáis salvaros y lo creéis, ¡ahorcadnos!... Aquí os halláis sobre un volcán, y allá y acullá, y debajo, y al lado, y en todas partes surge la Revolución. Es un fuego subterráneo que todo lo mina.

Vosotros no podéis entender esto. No creéis en las artes diabólicas, como nuestros antecesores, pero creéis en las conspiraciones. Os asemejáis al niño que busca su imagen detrás del espejo. Lo que veis en nuestro movimiento, lo que os asusta, es el reflejo de vuestra maligna conciencia. ¿Queréis destruir a los agitadores? Pues aniquilad a los patrones que amasan sus fortunas con el trabajo de los obreros, acabad con los terratenientes que amontonan sus tesoros con las rentas que arrancan a los miserables y escuálidos labradores... Suprimíos vosotros mismos, porque excitáis el espíritu revolucionario.

Ya he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No puedo prescindir de ellas, y aunque quisiera no podría. Y si pensáis que habréis de aniquilar esas ideas, que ganan más y más terreno cada día, mandándonos a la horca; si una vez más aplicáis la pena de muerte por atreverse a decir la verdad -y os desafiamos a que demostréis que hemos mentido alguna vez-, yo os digo que si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan costoso precio. ¡Ahorcadnos! La verdad crucificada en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Juan Huss, en Galileo, vive todavía; éstos y otros muchos nos han precedido en el pasado. ¡Nosotros estamos prontos a seguirles!”.

El discurso de Spies, interrumpido sin cesar por el juez, duró más de 2 horas. Hablaba como un iluminado, y las interrupciones parecían hacerlo más enérgico y elocuente.

DISCURSO DE MICHAEL SCHWAB (Nacido en Baviera, Alemania. Tipógrafo. Tenía 33 años en el momento del juicio)

“Hablaré poco, y seguramente no despegaría mis labios si mi silencio no pudiera interpretarse como un cobarde asentimiento a la comedia que acaba de desarrollarse.

Habláis de una gigantesca conspiración. Un movimiento social no es una conspiración, y nosotros todo lo hemos hecho a la luz del día. No hay secreto alguno en nuestra propaganda. Anunciamos de palabra y por escrito una próxima revolución, un cambio en el sistema de producción de todos los países industriales del mundo, y ese cambio viene, ese cambio no puede menos que llegar...

Si nosotros calláramos, hablarían hasta las piedras. Todos los días se cometen asesinatos; los niños son sacrificados inhumanamente, las mujeres perecen a fuerza de trabajar y los hombres mueren lentamente, consumidos por sus rudas faenas, y no he visto jamás que las leyes castiguen estos crímenes...

Como obrero que soy, he vivido entre los míos; he dormido en sus tugurios y en sus cuevas; he visto prostituirse la virtud a fuerza de privaciones y de miseria, y morir de hambre a hombres robustos por falta de trabajo. Pero esto lo había conocido en Europa y abrigaba la ilusión de que en la llamada tierra de la libertad, aquí en América, no presenciaría estos tristes cuadros. Sin embargo, he tenido ocasión de convencerme de lo contrario. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos hay más miseria que en las naciones del viejo mundo. Miles de obreros viven en Chicago en habitaciones inmundas, sin ventilación ni espacio suficientes; dos y tres familias viven amontonadas en un solo cuarto y comen piltrafas de carne y algunos restos de verdura. Las enfermedades se ceban en los hombres , en las mujeres y en los niños, sobre todo en los infelices e inocentes niños. ¿Y no es esto horrible en una ciudad que se reputa civilizada?

De ahí, pues, que haya aquí más socialistas nacionales que extranjeros, aunque la prensa capitalista afirme lo contrario con objeto de acusar a los últimos de traer la perturbación y el desorden desde fuera.

El socialismo, tal como nosotros lo entendemos, significa que la tierra y las máquinas deben ser propiedad común del pueblo. La producción debe ser regulada y organizada por asociaciones de productores que suplan a las demandas del consumo. Bajo tal sistema todos los seres humanos habrán de disponer de medios suficientes para realizar un trabajo útil, y es indudable que nadie dejará de trabajar.

Tal es lo que el socialismo se propone. Hay quien dice que esto no es americano. Entonces, ¿será americano dejar al pueblo en la ignorancia, será americano explotar y robar al pobre, será americano fomentar la miseria y el crimen? ¿Qué han hecho los partidos políticos tradicionales por el pueblo? Prometer mucho y no hacer nada, excepto corromperlo comprando votos en los días de elecciones. Es natural después de todo, que en un país donde la mujer tiene que vender su honor para vivir, el hombre se vea obligado a vender su conciencia...

"El anarquismo está muerto", ha dicho el fiscal. El anarquismo hasta hoy sólo existe como doctrina, y Mr. Grinnell no tiene poder para matar ninguna doctrina. El anarquismo es hoy una aspiración, pero una aspiración que se realizará algún día... La anarquía es un orden sin gobierno. Es un error emplear la palabra anarquía como sinónimo de violencia, pues son cosas opuestas. En el presente estado social, la violencia se emplea a cada momento, y por eso nosotros propagamos la violencia también, pero solamente contra la violencia, como un medio necesario de defensa”.

DISCURSO DE OSCAR NEEBE (Nacido en Filadelfia, de padres alemanes, no era obrero, sino vendedor de levaduras en una empresa propiedad de su familia. Desde su adolescencia trabajó a favor de los desheredados y organizó varios importantes sindicatos por oficio. Fue condenado a 15 años de prisión)

“Durante los últimos días he podido aprender lo que es la ley, pues antes no lo sabía. Yo ignoraba que pudiera estar convicto de un crimen por conocer a Spies, Fielden y Parsons...

Con anterioridad al 4 de mayo yo había cometido ya otros delitos. Mi trabajo como vendedor de levaduras me había puesto en contacto con los panaderos. Vi que los panaderos de esta ciudad eran tratados como perros... Y entonces me dije: "A estos hombres hay que organizarlos; en la organización está la fuerza". Y ayudé a organizarlos. Fue un gran delito. Aquellos hombres ahora, en vez de estar trabajando catorce y dieciséis horas, trabajan diez horas al día... Y aún más: cometí un delito peor... Una mañana, cuando iba de un lado a otro con mis trastos, vi que los obreros de las fábricas de cerveza de la ciudad de Chicago entraban a trabajar a las cuatro de la mañana. Llegaban a su casa a las siete u ocho de la noche. No veían nunca a su familia; no ve&i acute;an nunca a sus hijos a la luz del día... Puse manos a la obra y los organicé.

En la mañana del 5 de mayo supe que habían sido detenidos Spies y Schwab, y entonces fue también cuando tuve la primera noticia de la celebración del mitin de Haymarket durante la tarde anterior. Después que terminé mis faenas fui a las oficinas del "Arbeiter Zeitung", en donde me encontraba cuando fue allanado el periódico...

Veinticinco policías allanaron mi casa el mismo día y encontraron un revólver y una bandera roja, de un pie cuadrado, con la que jugaba frecuentemente mi hijo.

Yo no creo que sólo los anarquistas y socialistas tengan armas en su casa... Habéis probado que organicé asociaciones obreras, que he trabajado por la reducción de horas, que he hecho cuanto he podido por volver a publicar el "Arbeiter Zeitung": he ahí mis delitos. Pues bien: me apena la idea de que no me ahorquéis, honorables jueces, porque es preferible la muerte rápida a la muerte lenta en que vivimos. Tengo familia, tengo hijos, y si saben que su padre ha muerto lo llorarán y recogerán su cuerpo para enterrarlo. Ellos podrán visitar su tumba, pero no podrán, en caso contrario, entrar en el presidio para besar a un condenado por un delito que no ha cometido. Esto es lo que tengo que decir. Yo os suplico: ¡Dejadme participar de la suerte de mis compañeros! ¡Ahorcadme con ellos!”.

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